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18/10/2021 ¡Buen día! Espero que esta semana te encuentre bien. Yo ya encontré mi excusa: se estrenó la tercera temporada de Succession y toda la primavera es carnaval. A propósito de series, hoy voy a escribirte sobre una que no querés escuchar más. El juego del calamar ya es la serie más vista en la historia de Netflix, con más de 110 millones de espectadores en poco más de dos semanas. Es la última bomba cultural surcoreana, un fenómeno por donde se lo mire. Te confieso que al principio estaba negado a verla, básicamente por pura pose snob: no es que desconfíe de los productos de plataformas que se hacen masivos, no soy tan gil para pensar que si algo es popular no puede ser bueno, pero sí lo suficientemente gil para evitar entrar a la cadena y buscar otras cosas (como Succession, de la independiente y para nada masiva HBO). La cuestión es que el origen surcoreano de la serie me compró y decidí darle una chance; vi el primer capítulo y después no pude parar. El thriller reúne a 456 almas desesperadas en una isla para una competencia de seis juegos tradicionales de la infancia surcoreana, con la diferencia de que acá los que pierden son acribillados. A simple vista parece una suerte de Juegos del hambre gore, donde el objetivo último es sobrevivir y, en cierta medida, lo es. Pero lo interesante de la serie, en mi opinión, descontando su fotografía, el vestuario y la música, que es excelente, son los personajes. Desde Seong Gi-hun, el protagonista, un ex empleado de una fábrica de autos que vive al día, robándole plata a su mamá enferma, apostando en carreras de caballo y de presencia esquiva con su hija, pero también Cho Sang-woo, su amigo de la infancia, que siempre lo miró desde arriba porque consiguió entrar a la universidad y convertirse en ejecutivo, hasta Say-byeok, una desertora norcoreana que pelea por hacer vida en su nuevo destino, al igual que Abdul, un inmigrante pakistaní. Todos los competidores tienen algo en común: están ahogados en deudas y desazón. Y acuden al juego, como dice uno de los villanos organizadores en una de las mejores lineas de la serie, “para tener una chance”. La chance de entrar a un sistema que los ha marginado, pese a que ningún personaje parece vivir en la pobreza. El juego es la única y última alternativa de otra cosa, por más de que se arriesguen a la muerte y a la deformidad moral de cada uno de los caracteres, que empiezan con cierto sentido colectivo por encontrarse del mismo lado del mostrador (la nebulosa solidaridad de clase), hasta el más puro egoísmo, un sálvese quien pueda que admite todo tipo de recursos, mientras un grupo de millonarios los observa desde los contornos de la jaula. Es en esta parábola hobbesiana donde la serie encuentra su potencia política. ¿Pero cuánto hay de particular y cuánto de global en este relato social? La serie desde Corea del SurLo cuenta Dani Schteingart en uno de los mejores textos de la bodega de Cenital: en apenas unas décadas, Corea del Sur pasó de tener niveles de pobreza africanos a convertirse en un país de ingresos altos a la vanguardia del capitalismo global. Pero la idea de que ese modelo, llamado “milagro” por los observadores más entusiastas, tenía también sus fisuras sociales no es nueva y su exposición en la producción cultural del país, ahora también de vanguardia, no nació con Parásitos, la última película de Bong Joon Ho que narra la distancia total que puede existir entre dos familias del mismo país y que fue premiada con un Oscar en 2019. “La producción cultural coreana siempre ha mantenido esta crítica social a las desigualdades y limitaciones del modelo de desarrollo”, me explica María del Pilar Álvarez, investigadora del Conicet y especialista en política contemporánea coreana. Se trata de una tradición que arrancó desde el periodo de la dictadura y siguió con películas de las últimas décadas como Old Boy y la obra de directores como Lee Chang-dong (responsable, entre otras, de la maravillosa Burning) y el propio Bong Joon Ho, que antes de Parásitos había descollado con películas como The Host, para nombrar solo alguna. “Lo que aparece novedoso con estas últimas producciones son las cuestiones vinculadas al capitalismo del siglo XXI y las nuevas problemáticas sociales”, dice. Lo primero que aparece sobre la mesa, el foco de la repercusión interna de la serie, son los altos niveles de deuda privada, la deuda del consumidor, que en Corea del Sur superan el equivalente al PBI, una de las más altas del mundo. Son familias o particulares que se endeudan en el mercado, muchas veces a través de los temibles prestamistas que aparecen en la ficción, para costear servicios como la educación o la salud o simplemente acceder a bienes de consumo. El aumento de este tipo de deuda es un fenómeno tan global como sintomático (basta con darse una vuelta por Chile, con una deuda de consumidor equivalente al 40% del PBI que quedó expuesta en el estallido) pero el caso surcoreano es extremo. Los ciudadanos tienen en promedio 4 tarjetas de crédito, con las que financian el 70% de su consumo. “La deuda está detrás de la notoria tasa de suicidios de Corea”, publicó el Korea Herald hace unos años. Cuarenta personas se suicidan por día en Corea del Sur, la cuarta tasa más alta del mundo y la primera en el caso de países desarrollados. Cada grupo etario tiene sus preocupaciones. Los adolescentes se suicidan menos, pero sus causas están asociadas a la presión académica. En el resto, la principal causa son las “dificultades financieras” y los estragos de la problemática recae sobre todo en la población avejentada. No es casual: en Corea del Sur, donde recién en 1989 se estableció un sistema formal de jubilación y en 1999 se hizo obligatorio, más del 40% de los mayores de 65 años es pobre, la tasa más alta del mundo desarrollado. El suicido como una salida asequible aparece de alguna manera en la serie cuando se evalúan los pros y contras de dejar de jugar, algo que la organización permite si una mayoría de los participantes está de acuerdo. En última instancia, resuelven los competidores, dejar de jugar no tiene sentido, aunque eso los salve a la mayoría de la muerte (inmediata). Muchos tendrán eventualmente el mismo destino si vuelven a sus infiernos personales. Julián Varsavsky es periodista. Desde hace tiempo sigue la región del Este de Asia y publicó, entre otros libros, Corea, dos caras extremas de una misma nación, junto a Daniel Wizenberg. “La península coreana, así como Japón y también China, son sociedades de arraigo cultural confuciano. Está interiorizado desde hace milenios, con el rigor laboral del campo de arroz, un trabajo necesariamente comunitario donde si un eslabón falla todos se ven afectados. Es tan potente la mirada del otro que te compele permanentemente para que hagas todo bien y lo dejes todo en producir”, me cuenta Julián. “El suicidio en la sociedad confuciana funciona con otras lógicas que en Occidente. La mirada del otro es mucho más potente. La depresión, que siempre aparece en los casos de suicidio, se profundiza en estas sociedades tan gregarias por la presión social y la vergüenza”, me explica. Las escenas del capitalismo cotidiano que nos llegan desde esa región de Asia, con su pandemia de soledad, su tiranía del rendimiento llevada al extremo, sus apartamentos minúsculos cuya única función son brindar unas pocas horas de sueño y ya, ¿son parte de una realidad lejana, confinada a esas sociedades, o son un aviso de lo que vendrá, un camino que pueden seguir otras sociedades de Occidente? “Hay una base cultural sobre la cual opera el capitalismo neoliberal global. Este rasgo cultural confuciano radicaliza cualquier sistema productivo. Radicalizó el comunismo en Corea del Norte hasta convertirlo en otra cosa, y radicalizó también el capitalismo en Corea del Sur”, me había dicho Julián al hablar de las particularidades del país. Le extiendo mi inquietud en una serie de audios de WhatsApp. “Bueno, uno de los motivos por el cual sigo al Este de Asia es porque creo que hacia ahí va el mundo”, me responde. “Vivimos en un mundo donde la versión radicalizada del capitalismo está logrando imponerse, y en un punto el neoliberalismo occidental usa los modelos tigre-asiáticos como ejemplos de capitalismo exitoso, aunque hay cosas que no te cuentan”. Cierro con esto. En una entrevista con La Nación, Hwan Dong- hyuk, el creador de la serie, cuenta que el proyecto estuvo diez años cajoneado. Una de las cosas que cambiaron, explica, es que hoy el público se volvió más receptivo a ese tipo de historias. “Este relato fue concebido durante 2009 y parecía ridículo, surreal, pero hoy en día se podría aceptar que de una forma extraña algo así podría llegar a suceder. Creo que la trama se volvió muy representativa de lo que estamos viviendo”. Me gusta como proyecto de tesis para ay, la carrera de comunicación: de qué manera los últimos años, pero especialmente la pandemia, cambiaron nuestra manera de acercarnos a las ficciones distópicas. Ya se me ocurre un focus: comparar las experiencias de alguien que vio la serie Years and Years en 2019 y alguien que la vio en 2020. Es otra cosa. Algo está pasando cuando esas distopías –Black Mirror, Years and Years, El juego del calamar o la que quieras– nos parecen apenas una vuelta de tuerca más a nuestro presente. Es la realidad llevada al límite, ciencia ficción derretida. Pero cómo nos atrapa. |