Annette Gordon-Reed
27/08/2017Menciono estas cosas para afirmar que la tragedia nacional que se desarrolló en Charlottesville la semana pasada me golpeó en todas las caras de lo que yo soy: como persona negra, como amiga, norteamericana y especialista académica que ha dedicado muchos años a estudiar a Jefferson, la esclavitud en Monticello, y, por extensión, Charlottesville. Entendí en un santiamén por qué los hombres que llevaban antorchas polinesias sentían la necesidad de llevar a cabo su defensa de la supremacía blanca marchando hasta la estatua de Jefferson que se encuentra frente a la Rotonda que diseñó él para la Universidad con la que soñaba y que fundó. Supe también al instante que había una razón por la que los “contramanifestantes”, en los que se ha hecho mucho menos hincapié, rodearon la estatua de Jefferson para impedir que los de las antorchas llegaran hasta ella, planteando una reivindación desafiante, frente a un número superior de gente, de las ideas sobre la igualdad humana y el progreso que entendían, de manera correcta, que esa noche se veían acosadas. Conjeturo que lo que importaba no era necesariamente del hombre mismo sino las ideas a él vinculadas, y que justificaban formar una barrera protectora en torno a su estatua. No me caba duda alguna de que la gente que trataba de mantener a los de las antorchas lejos de la estatua conocían los aspectos problemáticos de Jefferson. Y a buen seguro que algunos de los portadores de antorchas podría inquietarles Sally Hemings, aunque la negación pueda proporcionarles amparo. Tal como han observado historiadores como Merrill Peterson, a finales del siglo XX, y Francis D. Cogliano, a principios del XXI, los norteamericanos llevan intentando vindicar a Jefferson de un modo u otro desde la hora de su muerte en 1826 hasta este mismo momento.
Puesto que estuvo en el centro o próximo a tantos aspectos de la fundación de Norteamérica durante un tiempo tan prolongado — más prolongado que el de cualquier otro miembro de las generaciones de los fundadores — hemos tenido muchas ocasiones de ponderar la compleja naturaleza y legado de Jefferson. El Jefferson de la Declaración de Independencia, con esas palabras suyas que proclamaban verdades evidentes de por sí acerca de la igualdad de la humanidad y la búsqueda de la felicidad, han inspirado a personas de todo el mundo. Todo grupo marginado en los Estados Unidos que busca la inclusión dirige su mirada en primer lugar hacia Jefferson para reivindicar la igualdad de ciudadanía en los EE.UU. Los negros llevan dialogando con Jefferson y la Declaración desde los inicios de la República. No por nada se denomina a la Declaración el credo de Norteamérica, aunque sabemos que tiene bastante más de aspiración que de realidad.
La aspiración, por supuesto, es un componente necesario del progreso. Y si en algo creía Jefferson, algo en lo que creía hasta el punto de la ingenuidad, es en el progreso. Su fe en la ciencia y en la capacidad de producir cosas nuevas y “mejoras” le convenció de que el mundo iría mejorando progresivamente. Jefferson no creía que Norteamérica fuera a pararse. El país seguiría siempre adelante y la educación traería ilustración. Esa era la finalidad de su universidad. Y es a este Jefferson al que le han erigido estatuas.
Pero está el Jefferson que tenía esclavos, y el de las Notas sobre el estado de Virginia, mucho menos conocidas, escritas en la década posterior a la Declaración, en las que ofrece su “sospecha”—aunque está claro que era más que eso— de que los blancos eran intelectualmente superiores a los negros. Todavía se mostraba suspicaz hacia el final de su vida, afirmando que la gente negra tenía “los mejores corazones”, mejores que los de cualquier otra gente del mundo, pero que no había llegado a conocer a ningún “genio” negro. Afirmaba también que blancos y negros no podían vivir juntos en armonía. Jefferson aceptaba la formulación de John Locke de la esclavitud como estado de guerra. Tras la revolución norteamericana, llegó a ver a los negros como potenciales soldados. La guerra le enseñó que, si se les daba la oportunidad —como había sido el caso de la guerra —los hombres negros podían enfrentarse a los blancos que les habían esclavizado y nunca les perdonarían lo que les habían hecho. De manera que debía acabarse con el error moral de la esclavitud, pero habría que expatriar a los negros para que formasen su propio país, pues de otro modo se generaría un interminable conflicto que llevaría a una guerra racial.
Por atrasada y alarmista que pueda sonar esto, muchos blancos de la época consideraban que esta visión representaba la postura “ilustrada”. Y por mucho que podamos felicitarnos por el progreso del país en el terreno racial, hemos tenido, de hecho, cierta versión de una guerra racial en buena medida unilateral (fría y caliente) que sigue desde el final de la Guerra Civil. Esas opiniones sobre la esclavitud se ofrecían asimismo en las Notas, y los pasajes que critican la institución eran los que temía Jefferson que le causaran mayores problemas con sus conciudadanos virginianos y del Sur, que ni se aproximaban a contemplar el abandono de la esclavitud.
Al día siguiente del enfrentamiento ante la estatua de Jefferson, los portadores de antorchas y sus partidarios acudieron a otra parte de Charlottesville para el acto que les había traído a la ciudad: una concentración a fin de protestar por la retirada de la estatua de Robert E. Lee, el general confederado que libró una guerra contra el país que Jefferson contribuyó a fundar. Como no es de sorprender, había puntos de vista encontrados respecto al Sabio de Monticello hasta en la Confederación. Si bien algunos aplaudían su filosofía sobre los derechos de los Estados [de la Unión], detestaban el leguaje de la Declaración, dándose cuenta de su poder inherente y desestabilizador.
Hoy en día, en una época de intensa concentración en lo personal y de fe mal puesta en la importancia de la sinceridad, cuestionamos que Jefferson creyera de verdad en sus palabras de “todos los hombres han sido creados iguales”, como si fueran sólo las ideas tan importantes y poderosas como la voluntad de los individuos que las enuncian. Los confederados eran más listos que esto. Las ideas pueden tener un poder y vida propios. Y no iban a correr riesgos. Consideraban a Jefferson un hombre público que había introducido en el dicurso público ideas que podían utilizarse para oponerse a la sociedad que tenían la esperanza de construir. Los confederados le tomaron la palabra y creyeron importante mencionarle por su nombre y repudiar lo que consideraban opiniones suyas. El famoso “Discurso de la piedra angular” (“Cornerstone Speech”) de Alexander Stephens afirmaba que Jefferson estaba en un error e insistía en que los negros no eran iguales a los blancos, y por ello la esclavitud estaba pero que muy bien.
No puedo evitar pensar que la gente amenazada que se situó en torno a la estatua, y que mantiene sin duda múltiples puntos de vista distintos sobre el hombre Jefferson, simboliza la fragilidad de la idea de progreso y de las aspiraciones de mejora de la humanidad: los ideales que animaban a Jefferson en la Declaración, su insistencia en la separación de Iglesia y Estado, su creencia en la educación pública, la tolerancia religiosa y la ciencia. Hay que decir que también animaban lo que Jefferson sabía hacia el final de su vida que era el sueño imposible de resolver la cuestión de la esclavitud y deshacerse de la transgresión de la esclavitud, dándoles a los negros un país propio, lo quisieran o no. Cuando escribió su testamento liberando a cinco esclavos, pidió que se les permitiera permanecer en Virginia “donde [estaban] sus familias y vínculos” (una ley de 1806 habría exigido, si no, que abandonaran el estado en el curso de un año). Esa es la razón, por supuesto, por la que todos los negros de Norteamérica deberían haber disfrutado del derecho a permanecer en el país. Hizo esto mientras otros propietarios de esclavos liberaraban a los suyos a condición de que se les enviara a Liberia. Lo cierto es sencillamente que por brillante que pueda haber sido, Jefferson no tenía respuesta alguna de veras a la cuestión de la esclavitud. Aunque a los historiadores no les guste el concepto de inevitabilidad, la esclavitud legalizada acabó destruida del modo más probable en que podía ser destruida.
Los ideales norteamericanos han chocado siempre con las duras realidades norteamericanas. Vimos ese choque en el campus de la Universidad de Virginia. Pero ¿cómo seguir adelante frente a realidades deprimentes, de modo que eso nos permita creer firmemente en la importancia de tener aspiraciones y reconocer que perseguir elevados ideales —aunque se realicen de modo imperfecto — ofrece la única oportunidad real de hacer nacer algo bueno en el mundo? De forma diversa, habérselas con esta pregunta es lo que significa ser especialista en Jefferson. Quizás llegar a captar plenamente el sentido de las paradojas que presenta la vida de Jefferson es lo que significa ser norteamericano. Aun cuando uno rechace esa formulación, no cabe duda de que sigue siendo uno de los modos mejores que tenemos de explorar y comprender las fortalezas y debilidades del experimiento norteamericano que tan vivamente quedaron de manifiesto la semana pasada en Charlottesville
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